¿Qué importancia tiene México en particular y América Latina en general en la elección presidencial estadounidense? ¿Cuál es el peso real de la región en las propuestas políticas de los candidatos?
Las evidencias están en todas partes. México en particular y América Latina en general brillan por su ausencia en las campañas presidenciales de Estados Unidos. No pintaron durante las primarias y tampoco pintan ahora que ha arrancado la etapa final del proceso que culminará con la elección del próximo presidente el 4 de noviembre.
Las razones que explican el fondo del asunto son múltiples, complejas e imposibles de abarcar en un espacio de estas dimensiones. Me limitaré a comentar dos aspectos que a mi juicio enturbian la comprensión de algunos de los factores principales detrás del innegable fenómeno.
El domingo, en un discurso ante la asociación de hispanos más influyente de Estados Unidos, el Consejo Nacional de la Raza (NCLR), Barack Obama decía que una de las políticas más importantes de su programa electoral es la legalización de los más de 10 millones de inmigrantes sin papeles.
Curiosamente, pronunciamientos de este tipo son interpretados con frecuencia como muestra del peso de la región en la vida política del gigante americano. Difiero.
En el discurso político estadounidense el peso y rol de los hispanos no equivale —ni se asocia— al peso e influencia de sus lugares de procedencia. Es decir, en clave política, se trata de dos universos completamente distintos: una cosa son los 45 millones de hispanos y su valor electoral dentro de Estados Unidos y otra muy distinta la política institucional del gobierno hacia los países de los que emigraron.
De la misma manera, se confunde el espíritu de una campaña electoral —llena de promesas, discursos y halagos a diversos grupos de votantes— con una práctica frecuentemente utilizada en la política y para la que el inglés tiene un término preciso de difícil traducción: pandering (algo así como complacer o consentir retóricamente los caprichos de alguien). Discursos como el de Obama el domingo, o el de McCain el lunes ante el NCLR son el pan nuestro de cada día en las campañas.
Aclarado esto, podemos abordar el segundo aspecto de la cuestión: ¿cuál es el peso real de México y América Latina en la agenda de la elección presidencial? ¿dónde se ubica la región en el imaginario de los políticos norteamericanos?
Hace unos meses, Tomás Eloy Martínez, escritor argentino afincado en Estados Unidos, señalaba, a propósito del comienzo de las campañas presidenciales, que “Barack Obama y John McCain tienen planes para Irak y para estimular la economía de las naciones africanas, para apagar las llamas de Medio Oriente, para afrontar el veloz crecimiento de China y de la India, para estrechar lazos con la cada vez más poderosa Unión Europea, pero a los vecinos del Sur les reservan el silencio”.
Su texto, titulado El subcontinente olvidado, es un rosario de observaciones personales y anécdotas históricas que muestran la pérdida de centralidad de la región: de la participación activa de Estados Unidos durante la guerra fría a la indiferencia en la actualidad.
Cuando cayó el Muro de Berlín, afirma Arturo Valenzuela, profesor de la Universidad de Georgetown, “hubo un cambio sideral hacia la región”. Habría que remontarse, me aseguró ayer, al menos hasta 1984 para recordar una elección en la que el continente tuvo un peso considerable.
José Miguel Insulza, secretario general de la OEA, se quejaba la semana pasada —no sin un aire peripatético— de que los aspirantes presidenciales ven “de manera equivocada” a la región. “Cada vez que un candidato habla sobre América Latina se refiere casi exclusivamente a Venezuela y Cuba, lo que demuestra que están poco informados o poco interesados sobre lo que ocurre en nuestro continente”, decía el diplomático chileno. Falta de información seguro no es; de interés, mucho más probable.
¿Y qué hay de las propuestas de los candidatos? Virtualmente nada. No es una exageración afirmar que los candidatos tienen sólo dos intereses en América Latina: el combate al narcotráfico y asegurarse que sea el propio país el que controle los flujos migratorios —comprensiblemente—. Nada más.
¿Y la legalización de los más de 10 millones de inmigrantes sin papeles —la gran mayoría de ellos mexicanos—? Cuando eso suceda, habrá sido por una decisión unilateral interna —aunque México sea el principal beneficiado no puede ser considerada como una política hacia el país—.
¿Qué podemos esperar entonces? Para Moisés Naím, director de la revista Foreign Policy, en la lista de prioridades de Washington —se trate de un gobierno demócrata o republicano— América Latina se encuentra en los últimos peldaños y sólo recibirá atención si antes se apagan decenas de focos de conflicto en el mundo —escenario poco probable—. Muy posiblemente, me comentó Naím recientemente, pasará lo mismo que sucedió durante los ocho años de Bush —interés inicial seguido de indiferencia—. Porque, dice, como afirma un famoso dicho, “América Latina no es competitiva ni siquiera como amenaza”.
Así, la situación actual de México y América Latina no deja de tener una dosis de ironía: sí, efectivamente, el conjunto de la región crece a ritmos que, comparados con otras épocas, son considerados altos; pero, y también de manera comparativa, no son suficientes para seguirle el paso a otras regiones del planeta que se desarrollan con mucha mayor velocidad.
¿Cómo nombrar el fenómeno? Propongo a África como metáfora: la africanización de América Latina. Con ello no pretendo comparar las condiciones de vida en los dos continentes; pero sí describir la trayectoria de dos regiones que aunque importantes en una determinada coyuntura histórica, hoy en día se han rezagado, han perdido importancia, centralidad, presencia.
Las campañas presidenciales en Estados Unidos han dejado claro que América Latina es hoy una región de la que se puede prescindir.